14.11.13

Bolivie et les yeux brillants

Quino

Era enero y hacía mucho frío. Ya no recordaba la última vez que había usado shorts y las ojotas estaban atravesando una crisis existencial en el fondo del bolso. No podían decidir si su destino era ser calzado de playa o simple barrera entre los hongos de cualquier baño público y yo.
La Paz, enero de 2009. Momento y lugar en el que oficialmente me obligaron a salir del taper. Un mejunje de adultos, niños, autos, colectivos para asiáticos escuálidos y con enanismo, nadando en una sopa de olores variados, no todos ellos cautivadores. Fascinante a pesar mío. Mi ego cosmopolita y yo queríamos volvernos a Buenos Aires en carácter de urgente, en el primer micro, avión o palanquín que pudiera conseguirse. Todavía sigo sin culparme por eso, no hay nada que me guste más que la ciudad en enero. En fin, visto y considerando que estaba ahí y no había chance de volver a ningún lado, hay que joderse. Ver qué hay y qué se puede sacar en limpio.
Y uno de esos intoxicantes días de olor y superpoblación, en plena city financiera de La Paz, me lo encontré. Vendía libros, clásica y moderna en ediciones baratas. Todo era más pequeño en su mesa: cuentos de bolsillo, novelas achicadas, poesías portables, manuales de química general para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Así de chicos. Y en el medio, una tapa amarilla. Pequeña. Con una niña en el medio. Y yo, la vista fija, la boca abierta, el brazo extendido y un "quiero eso" formándose en mi mente. Toda Mafalda, el libro más codiciado de mi infancia, que había ansiado con fervor y nunca había podido pagar, en tamaño para niños de jardín.
"¿La edición está completa?"
"Sí, por supuesto". (Agregar aquí una muletilla del vendedor, dijo algo más)
"Setenta bolivianos", en respuesta a mis ojos brillantes.
Rebusqué, pagué y me fui con mi librito. La calle ya no olía tan feo ni me parecía tan atestada de gente. El libro ya no era tan liliputiense, y las ganas de volver no fueron tan grandes. Lo leí entero ese viaje. Varias veces. Lo leí muchas veces en casa, y las noches antes de rendir finales me dedico a él en exclusiva, sin importar cuántos libros más tenga en curso. No es lo más preciado que me llevé del país del norte, hay mil fotos más importantes que eso y toneladas de emociones que vienen antes. Pero le tengo cariño a mi librito encogido. Sin él, no hubiera salido del taper.

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